divendres, 13 de març del 2009
BONES VACANCES!!!
Avui per tancar trimestre i desitjar-vos boníssimes vacances cedim la paraula al gran FUSTER, a qui només cal llegir per desfer els tòpics malintencionats. La música que anuncia la primavera imminent és un regal de Miquel Gil. Gaudiu de tot plegat i que el foc us resulte purificador:
GRACIA Y VENTAJA DE LA PIROTECNIA
Por Joan Fuster *
Cuando el forastero procede de tierras góticas o románicas, es decir, de países parcos y severos, y se sorprende ante muchas manifestaciones de la vida valenciana particularmente estentóreas o abigarradas, suele explicarse la cosa con una infalible alusión a los moros. Para mucha gente, en efecto, nuestras costumbres más características vienen determinadas por un rasgo agareno evidentísimo. Por lo demás, la historia daría la razón a tales interpretaciones: no sólo porque el País Valenciano vivió largamente sometido al dominio musulmán en la Edad Media, sino también porque desde la Conquista hasta 1609 los moriscos constituyeron una tercera parte al menos de la población indígena. Un castillo en ruinas, una acequia útil, un uso pintoresco, por medianamente antiguos que sean, son atribuidos en su origen a maquinación de los sarracenos. La verdad es, sin embargo, que esas atribuciones pecan de exageradas. Me gusta repetirlo: no es “moro” todo lo que reluce. Aunque tal vez haya algo que resulta imposible de no filiar en la probable tradición musulmana, y este algo es, desde luego, decisivo en nuestra estructura doméstica.
Me refiero a la pólvora, claro está. A la pólvora pacífica de las fiestas. Dicen que los moros gustan singularmente del juego con la pólvora, y que de ellos lo hemos heredado nosotros. No existen demasiados inconvenientes para admitir esta puntualización folklórica. Pero siempre que a renglón seguido se añada la pertinente matización. Si los árabes nos legaron las aficiones a la pirotecnia, los valencianos hemos cultivado la inclinación por nuestra cuenta y la hemos modificado a nuestro genio. En lo esencial, sin duda, conservamos el hábito ancestral. La pólvora que más nos satisface es la que restalla y estalla con la más rotunda de las violencias. Las tracas son una creación vernácula indiscutible: por ahí las llaman “tracas valencianas”. El amor al ruido feroz, repetido y seco, nos es consustancial. No concebimos una fiesta autóctona sin el acompañamiento detonante, múltiple, y a ser posible horrísono, de “masclets” y “carcasses”. En ciertos pueblos, la “cordà” es un espectáculo de franca conflagración apocalíptica.
Pero, junto a eso, los valencianos gozamos también de otra modalidad de consumo de la pólvora, que ya no busca tanto la excitación de los oídos como la dirección de la vista. Es la pólvora nocturna del cohete, de la “palmera”, de los “castillos”. En ello entra un factor de suntuosidad plástica muy del país. Nuestra capacidad de encandilamiento ante un cielo acribillado de ascuas artificiales es inconmensurable. El fuego posee una fuerte atracción sobre nosotros, pero más aún este fuego decorativo, fugaz, coloreado y fantasioso, que llena la bóveda de la noche en una jornada de fiesta valenciana. Hay comarcas nuestras donde el afecto por el cohete de curva grácil y por la llovizna multicolor de las “palmeras” raya en la pasión. Quien haya visto a “nit de l’albà” en Elche sabrá a qué aludo. Los días centrales del programa fallero, en la capital, disponen asimismo de espléndidos remates de pirotecnia callada y visual. La fiesta, entre nosotros, termina casi siempre en esta fiesta para los ojos: un regalo policromo y deslumbrante como una competencia con las estrellas fijas del firmamento.
La pólvora ruidosa es, en cierto modo, bárbara, primitiva, espontánea: propia del áspero fondo morisco que, según nos aseguran, llevamos en el fondo de la sangre. La pólvora gentil de la noche es ya una pólvora civilizada: una elaboración de artesanos, con todo lo que ello significa de esfuerzo hacia lo bonito y bien hecho; una diversión apacible y urbana, sugerida por un pueblo alegre y confiado. En realidad, los valencianos no sabríamos prescindir de la una ni de la otra. Nos admira y nos conmueve tanto lo estruendoso como lo vistosos. Y procuramos que no nos fallen, colaborando, en ninguno de nuestros festejos más significativos. Es otra manera de quemar dinero, ciertamente. Pero una manera gozosa, amable y consoladora.
[publicat en l’extraordinari de Levante dedicat a les Falles del 1961]
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