Tradición y vanguardia en la poesía de Miguel Hernández
Por Manuel Cifo González
A la hora de llevar a cabo un análisis de la trayectoria poética de Miguel Hernández, hemos de tener en cuenta que sus inicios como escritor se corresponden con los de un aprendiz de poeta que, como lo calificó Dámaso Alonso, se convirtió en un “genial epígono” de los grandes autores clásicos, hasta que llegó a descubrir su propia voz poética. A su vez, hemos establecido unas etapas que se corresponden con distintos momentos de su devenir poético.
5.1. El aprendiz de poeta (1910-1931)
Una primera etapa vendría marcada por los balbucientes escarceos del pastor-poeta oriolano, observador agudo y perspicaz de cuanto existe a su alrededor -en especial, los elementos de la naturaleza y el paisaje levantinos- y admirador de poetas como Virgilio (a través de las versiones de fray Luis de León), San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Garcilaso, Góngora, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Antonio Machado y, de forma muy particular, su paisano Gabriel Miró, de quien el propio Miguel Hernández se confesaba deudor, por ser el escritor que más le influyó durante el periodo anterior a 1932. Algo más tarde, recibirá la influencia de Calderón y de Quevedo, para regresar nuevamente a Góngora.
Además de Miró, otra persona que marcó poderosamente al joven Hernández fue su amigo José Marín (Ramón Sijé), a quien conoció en 1929, en la redacción de la revista oriolana Voluntad. Él sería fue quien contagió a Miguel el amor por los clásicos y quien, junto con don Luis Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela, tuvo una importantísima influencia durante su etapa de formación literaria, al tiempo que contribuyeron a forjar su inicial militancia católica.
En sus primeras creaciones, elaboradas en torno a los dieciséis años, Miguel escribe versos de gran sonoridad, con ritmos y extensión variados, imitando a escritores como Gabriel Miró, Bécquer, Rubén Darío, Gabriel y Galán o el murciano Vicente Medina. E incluso podemos encontrar algún que otro texto con rasgos fonéticos del “panocho”, como se puede comprobar en el poema titulado “¡En mi barraquita!”.
En la mayor parte de estas primeras composiciones -muchas de ellas inéditas y otras publicadas en semanarios y revistas de Orihuela, entre enero de 1930 y mayo de 1931-, se observa una gran capacidad para la percepción del mundo bucólico pastoril y para expresar las sensaciones que le provoca el paisaje de su tierra. Pero en ellas hay escasa originalidad y muy pocas referencias autobiográficas. Sí, en cambio, son muy abundantes las escenas mitológicas -Diana, Leda, Apolo, Febo, Helios, Hiperión, Orfeo, Medusa, Dafne, Eurídice, etc.- y los ambientes orientales, todo ello como resultado de su gusto por el romanticismo y el modernismo, como bien ha puesto de manifiesto uno de los máximos especialistas en la obra hernandiana, el murciano Juan Cano Ballesta:
“[...] Enriquece su lenguaje, adquiere dominio sobre el ritmo y aprende el arte de desarrollar dramáticamente un tema anecdótico o de pintar un cuadro costumbrista o una leyenda de motivo romántico. Escribe versos de gran sonoridad en ritmos de extensión varia, de tres a dieciocho sílabas, imitando directamente la Marcha triunfal de Rubén Darío. Reproduce la técnica de la rima XI de Bécquer en su Balada de la Juventud. Adopta el uso del dialecto, dentro del costumbrismo regionalista, para motivos dramáticos y de sentimiento nostálgico, abrevando de Gabriel y Galán y del murciano Vicente Medina. Otras veces prefiere motivos orientales de sultanes tristes, en dorados palacios, entre huríes, música y perfumes enervantes, o solloza con guerreros vencidos según gustos románticos y modernistas”.
Una muestra de esta primera poesía hernandiana, muy apegada a la tradición literaria clásica, la hallamos recogida bajo el epígrafe Poemas sueltos I de la antología elaborada por José Luis Ferris. En dicho apartado podemos observar, entre otros rasgos característicos, la amplia variedad métrica, destacando el verso octosílabo, el endecasílabo, el dodecasílabo, el hexadecasílabo y, también, el verso libre.
5.2. Por el camino de la modernidad y la vanguardia (1932)
El 30 de noviembre de 1931, Miguel Hernández emprende su primer viaje a Madrid, con la ilusión y la esperanza de que ver reconocida la todavía incipiente creación de ese “pastor un poquito poeta”, como él mismo se autodefine en la carta que ese mismo mes dirige a Juan Ramón Jiménez pidiéndole que lo reciba en su casa y lea los poemas que lleva escritos.
Pero lo cierto es que, a pesar de las recomendaciones favorables de algunas personas, no obtiene los frutos apetecidos y se ve obligado a regresar a Orihuela, el 15 de mayo de 1932. No obstante, la dura experiencia ha merecido la pena, pues ha podido constatar que su nivel poético no está a la altura de lo él que ha alcanzado a ver en la capital de España. De ahí su decisión de acercarse hacia los movimientos vanguardistas y de renovar su lenguaje, su técnica y su estilo, de modo que le permitan expresar de forma mucho más adecuada y actual, especialmente gracias a la metáfora, todo aquello que constituye su bagaje cultural y humano.
Para dicho acercamiento a la poesía vanguardista, hay un acontecimiento que resultó de capital importancia: la conmemoración del tricentenario de la muerte de Luis de Góngora, en 1927. Será a partir de entonces cuando Miguel entre en contacto con la poesía de Rafael Alberti (Cal y canto, 1927), Gerardo Diego (Fábula de Equis y Zeda, 1929) y Jorge Guillén (Cántico, 1928). Aunque, sin duda alguna, el mayor influjo fue el de la llamada poesía pura de Jorge Guillén -también, por qué no, aquella poesía pura, desnuda de artificio, de la que tanto hablara el maestro Juan Ramón Jiménez-, ya que, tanto Jorge Guillén como Paul Valéry le sirven de modelos para su elaboración, como lo demostraría el hecho de que el primer poema del libro aparezca encabezado por una cita del poeta francés: “Je m´enfonce au mépris de tant d´azur oiseux” (yo me sumerjo en el desprecio de tanto azul estéril), o que el titulado “Sexo en instante,1” esté dedicado a Guillén, junto con Góngora.
Será entonces cuando comience a cultivar el endecasílabo, las octavas reales, las décimas y el gusto por la metáfora elaborada, que darán como resultado su libro Perito en lunas (publicado en la editorial La Verdad, el 20 de enero de 1933), al que Juan Cano Ballesta califica como:
“titánico esfuerzo por superar su rudeza original, encauzar su ímpetu poético en el molde estrecho de un metro y en un hipérbaton concentrador del pensamiento y hacer triunfar la inteligencia sobre su caudaloso instinto poético. En Perito en lunas, deslumbradora sinfonía de oro, cristal, mármoles, colores y rocíos, el rudo poeta-cabrero sale victorioso de la prueba, ofreciéndonos en un supremo esfuerzo de superación, no un manojo de extravagancias barrocas lejos de toda realidad, sino un conjunto de “elementos contemporáneos” en “bouquet gongorino”.
De hecho, el mismo título del libro se muestra cargado de recónditas sugerencias. Por un lado, la palabra perito nos hace pensar en la idea de un oficio en el que el poeta se muestra como entendido o experto. Y, por otro, su experiencia parece radicar en aquello que resulta misterioso, cargado de ensoñación o de embeleso, como son esas lunas, en plural, o esas estrellas puras, “en delirio callado de tormentas deliciosas” que menciona su amigo Ramón Sijé en su prólogo a la primera edición de Perito en lunas. Aunque, también, perito puede significar “pastor”, pues en una de las octavas del libro llama luna a la oveja y, en más de una ocasión, él se autodenominó “lunicultor”. Es más, en la octava titulada “Horno y luna”, aparecen los versos que dan título al libro, al referirse a sí mismo en estos términos: “Oh tú, perito en lunas; que yo sepa / qué luna es de mejor sabor y cepa”. Es decir, si es mejor “la luna de la era”, que es una metáfora sobre la hogaza de pan hecha en el horno, o la otra luna, imposible, de oro, duradera, que es el astro celeste.
Pues bien, como antes hemos comentado, en este discurrir por la senda gongorina, algunos de sus mejores modelos serán los poetas del 27, entre ellos su siempre admirado Federico García Lorca, de quien pudo recibir, entre otras influencias, el motivo de la luna, especialmente a partir de la lectura de su Romancero gitano (1928). De hecho, el libro Perito en lunas -inicialmente titulado Poliedros, quizá como resultado de un cierto gusto por el ultraísmo y el cubismo- es el resultado de una labor de selección de un material mucho más amplio, que incluía octavas y décimas de influencia guilleniana, y que, finalmente, se vio reducido a las 42 octavas con las que está configurado.
Un libro que, en opinión de Pedro Salinas, ofrece un neogongorismo que ha bebido directamente en el original y en sus versiones actualizadas, como la del Alberti de Cal y canto, lo cual se traduce en una transmutación metafórica con elementos sensuales. Y que, en palabras de Gerardo Diego, contiene auténticos “acertijos poéticos” o, como también podrían calificarse, metáforas ingeniosas, metáforas adivinanzas.
En tal sentido, en esos acertijos poéticos de los que hablaba Gerardo Diego se puede apreciar un estilo muy cercano a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, quien, desde 1910, había empezado a dar a conocer esa especie de particular juego poético vanguardista, afirmando que sus conocidas greguerías eran el resultado de unir metáfora y humor, gracias a lo cual conseguía definir -con enormes alardes de imaginación, intuición y capacidad de observación-, muchos de los objetos que configuran la vida cotidiana. Así, por citar algunos ejemplos: “El agua se suelta el pelo en las cascadas”, “La palmera ancla la tierra al cielo”, “El cocodrilo es un zapato desclavado”y “Las flores sin olor son flores mudas”.
Pues bien, siguiendo de algún modo el ejemplo de Gómez de la Serna y de los poetas vanguardistas, el poeta oriolano fija su punto de mira en objetos y escenas de la vida real, como pueden ser el gallo, el toro, los cohetes, la sandía, la oveja, las cabras, la serpiente, las gitanas, el pozo, la noria o la palmera. Y a todos ellos les aplica una muy particular iconografía lunar -en su caso, la luna de la huerta y de las calles oriolanas-, que nos recuerda mucho a Góngora y a García Lorca y que, en palabras de Agustín Sánchez Vidal, se podría calificar en los siguientes términos:
“Exaltación de lo redondo que llevó a Hernández a emplear la octava real, metro al que Góngora había dotado en su Polifemo de inusitada eficacia para las labores de orfebrería de la metáfora, pero también estrofa cerrada y fuertemente cíclica. Y que se completa con la imagen como instrumento de exploración de la realidad. Por su mediación, Hernández se inicia en un proceso de conocimiento con el que captará el envés y trabazón más profundo de las cosas en términos insospechados por el lenguaje cotidiano. Cuando, mediante una metáfora formal, hace convivir en el mismo verso los cuernos del toro y los de la luna, está uniendo dos símbolos de fecundidad, y seguramente ni lo sabe”.
En efecto, a la luz de la metáfora -a la que se unen en perfecta armonía, el hipérbaton, la anáfora y la elipsis-, los objetos más comunes adquieren rango artístico. Es el momento en que el poeta se entrega a la contemplación y al disfrute del mundo exterior, dejando de lado los problemas de índole personal, amorosa, social o política, mucho más propios de la estética romántica y postromántica. Es la hora de esconder el mundo interior, de contener voluntariamente los sentimientos íntimos, para dar rienda suelta al goce que se deriva de la contemplación estética del universo circundante. Y, para ello, Miguel elabora un muy particular código metafórico que no resulta fácil de descifrar. Como bien apunta Cano Ballesta:
“Miguel Hernández se complace en la lenta y detallada descripción de los objetos de su mundo campestre con una complacencia sensual en sus formas y colores muy próxima al gusto de Homero en sus detalladas pinturas de la Ilíada. Los objetos sufren una leve deformación estética, pero muy diferente de la que les impone Góngora. Mientras éste sublima e hiperboliza todo cuanto toca convirtiéndolo en oro, plata, rubíes, dioses, gigantes y soles de belleza -tesoro metafórico muy del gusto renacentista y barroco-, el poeta pastor acude al mundo real de su vida diaria para proveerse de material metafórico”.
Así, por ejemplo, en el poema titulado “Palmera”, observamos algunas metáforas de filiación surrealista, como puede ser la idea de colocarle a la luna un tirabuzón. Porque resulta que la imagen visual de la palmera se asemeja a una columna que, comenzando en espuela, acaba con sus hojas abiertas en forma de surtidor. Y, por su altura, parece como si quisiera colgarle a la luna un tirabuzón. Por tanto, ocurre que las hojas de la palmera semejan unos cabellos en forma de tirabuzones, cuando vemos la luna situada entre la copa de la palmera.
Otra curiosa asociación metafórica es la relativa a “camello más alto de canela”, mediante la cual se refiere al hecho de que la joroba del camello es de color canela y, además, existe una clara relación entre las palmeras de los oasis y los camellos.
Las copas de las palmeras semejan un claustro de hojas y columnas, entre las cuales se alimenta el viento, mientras los racimos de dátiles cuelgan como gargantillas de oro, dando una imagen de belleza singular con la que el viento juega moviéndose a toda vela. Y, por último, el tronco de la palmera semeja la camisa de una serpiente que se elevara a lo largo del mismo hasta llegar a lo más alto de su copa, y allí el choque del viento con las ramas imita el silbido de la serpiente.
Además de la luna, redondas son también otras imágenes del libro, como la gota de agua, que se convierte en protagonista del poema de igual título; la forma de los cuernos del toro, que semejan un cuarto de luna; la noria, o la hogaza de pan. Y redondo es, igualmente, el ciclo permanente de la luna, en su ir y venir, de luna llena a luna nueva, pasando por el cuarto creciente y el menguante. Como, también, lo es el ciclo vital de la naturaleza -por ejemplo, el ciclo del agua que constituye esas gotas que hacen girar la noria- y el del ser humano, en su discurrir entre la vida y la muerte, los dos polos extremos de su existencia.
5.3. El descubrimiento del amor (1934-1936)
Con la publicación de El rayo que no cesa (terminado de imprimir el 24 de enero de 1936, aunque su gestación como libro es anterior a esta fecha), Miguel Hernández aparece como un poeta que ha asimilado plenamente la influencia de Quevedo y del dolorido sentir garcilasiano, así como la forma estrófica del soneto. Todo lo cual le sirve para expresar a la perfección su pasión de enamorado, después de haber iniciado, en el otoño de 1933, una relación con la que acabaría siendo su esposa, Josefina Manresa. Su amor será fuente de poesía, mediante la expresión de sus más íntimos sentimientos, deseos y agonías, en lo que se ha dado en considerar un “desgarrón afectivo”, con un estallido de pasión, cegadora y fulminante, como la del rayo que da título al libro. Y, junto a este neorromanticismo, encontramos la presencia de determinados símbolos, como el cuchillo, el rayo, la espada, el fuego, el naufragio o el toro.
Por otra parte, también se puede observar la influencia del Pablo Neruda de Residencia en la tierra -a quien había conocido en el verano de 1934 y con el que entabló una profunda amistad- y la de Vicente Aleixandre, con el que inició una excelente relación a partir del 23 de septiembre de 1935, cuando Miguel le pidió un ejemplar de su libro La destrucción o el amor.
Precisamente, fue Pablo Neruda quien fijó los presupuestos estéticos de la llamada “poesía impura”, cuando en la revista Caballo Verde para la Poesía, en octubre de 1935, escribiera lo siguiente:
“Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”.
En esta línea, comprobamos cómo, a partir de ahora, a Miguel le preocupa profundamente el problema de la existencia humana y, en particular, el de su vida particular y concreta, llena de amor y de dolor, de ansiedad y de deseo, a la que trata de aferrarse con todas sus fuerzas. De ahí la pasión atormentada que impregna algunos de sus mejores versos, al igual que sucede con la soledad, la pena y la tristeza. Y es así como aparecen las tres constantes que constituyen la clave de su obra; las famosas tres heridas: la vida, el amor y la muerte.
El amor es ese rayo que habita en el poeta y que llena su corazón de “exasperadas fieras y de fraguas coléricas”. Es un rayo que no se agota, que ha nacido de sí mismo y contra sí mismo se vuelve, con “sus lluviosos rayos destructores”.
El amor se alimenta del fuego que emana de la amada. Una amada casta y sencilla a la que hay que robarle un beso en la mejilla. Y, después de ese primer beso, en ella parecen aflorar los remordimientos, al tiempo que él se acrecienta el deseo, esa querencia que tiene por su acento, esa apetencia por su compañía, de modo que, cuando sus besos le faltan, se siente morir. Entonces, el poeta se sume en un naufragio del que sólo podrá salvarse gracias a su amor -“la tabla que procuro”- o, al menos, a su voz, “el norte que pretendo”.
En ese sentido, el amante es como el toro que, habiendo percibido el olor de la amada, experimenta en su cuerpo bravío el poder irrefrenable del celo, y brama, y llora, mientras se siente morir por no tenerla cerca, tiene su cuerpo acostumbrado al sufrimiento, a la pena. Y, como el toro, tiene el cuerpo acostumbrado al sufrimiento y a la pena. Como el toro, se crece en el castigo, y la sigue y la persigue, a pesar de saberse rechazado por ella y a pesar de ser consciente de que está condenado a la pena y a morir en el empeño.
Así pues, la pena es otro de los temas centrales de El rayo que no cesa. Ésta se convierte en un “huracán de lava”, en un “rayo”, en un “avispero” o en un “carnívoro cuchillo”. Y todo ello porque la redacción final del libro se fragua durante un período de ruptura en su relación con Josefina Manresa. Una relación que, como dije antes, había comenzado en el otoño de 1933, aunque se formalizó en septiembre de 1934. Pero, en el verano de 1935, se produce un distanciamiento debido a que Miguel, que se encuentra muy entusiasmado con la vida que lleva en Madrid, no muestra demasiado interés en aparecer por Orihuela.
Pero la pena no procede exclusivamente del distanciamiento amoroso que vive con Josefina. En alguna ocasión, la inspiradora de la misma es otra mujer, como es el caso de María Cegarra, a la que había conocido en 1932, junto a Carmen Conde. Y, unos meses después de su ruptura con Josefina, intentó acercarse a ella, aunque ella se mostró esquiva con él. No obstante, parece claro que Miguel sintió un amor más bien idílico al que, finalmente tuvo que renunciar, como podemos ver en el poema titulado “Yo sé que ver y oír a un triste enfada”.
En dicho soneto vemos, una vez más, el tema de la pena constante, con tintes de resignación, sufrimiento y agonía, por la inaccesibilidad de la mujer amada. Consciente de su impotencia para conseguir el amor de la amada, le promete apartarse de ella, a pesar de lo mucho que le cuesta y que le duele. Y, en ese triste lamentar, que tanto nos recuerda a Garcilaso y a Quevedo, le promete amarla hasta la muerte.
Además del soneto, que alcanza una exquisita perfección formal, en El rayo que no cesa, Hernández se sirve de otras estrofas, como ocurre en el poema inicial, “Un carnívoro cuchillo”, escrito en cuartetas, una estrofa muy del gusto romántico, que le sirve a la perfección para exponer su idea inicial de que el amor es ese carnívoro cuchillo que se clava, día a día, en el corazón del poeta.
El poema 15, “Me llamo barro aunque Miguel me llame”, escrito en silvas, está situado en una posición central del libro, aunque es uno de los últimos en ser incluido en el mismo. Así lo demuestra el hecho de que, a pesar de adaptarse perfectamente al contenido amoroso general que late en El rayo que no cesa, su tono está más próximo al surrealismo y sus imágenes resultan más negativas, más deprimentes que las que aparecen en los sonetos. El barro lo impregna, lo domina todo, e incluso amenaza con la llegada de un amoroso cataclismo.
A última hora, Miguel Hernández incorpora su famosa “Elegía” a Ramón Sijé, tras la súbita e inesperada muerte de su amigo, el 24 de diciembre de 1935, en Orihuela. Compuesta en tercetos encadenados, el poeta se inserta en la tradición literaria de las elegías fúnebres, que tan maravillosos ejemplos ofrece en nuestra poesía y una de cuyas más emotivas muestras la podemos encontrar en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique o en el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca.
Aunque la “Elegía” está escrita a comienzos de 1936, su estilo es muy similar al de los sonetos, como lo demuestra la presencia de recursos comunes, como la anáfora, el paralelismo, la similicadencia y la metáfora.
5.4. La poesía revolucionaria (1937-1939)
Con el estallido de la guerra civil, la poesía de Miguel Hernández da un giro radical hasta llegar a convertirse en esa especie de paradigma, casi de mito, para quienes vieron en él al poeta comunista, luchador y mártir por la causa de la libertad, al tiempo que se olvidaban de aquel otro Miguel Hernández otrora cultivador de la poesía clásica y aferrado a un ferviente catolicismo.
Su producción bélica se puede resumir en dos libros de poesía: Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939), bastantes diferentes en cuanto a registros poéticos.
En septiembre de 1936, Miguel se enrola como voluntario en el Quinto Regimiento del bando republicano, comenzando así su faceta de poeta-soldado. El 9 de marzo de 1937 se casa civilmente con Josefina Manresa en el juzgado de Orihuela. Y el 9 de diciembre de 1937 nace su primer hijo, Manuel Ramón, mientras Miguel se encuentra en la batalla de Teruel.
Mientras tanto -entre el verano de 1936 y el verano de 1937- el poeta ha ido componiendo su libro Viento del pueblo, que ve la luz en el verano de 1937. Un libro en el que vemos a un escritor profundamente enraizado en el pueblo, que se hace eco de las inquietudes populares con una marcada tonalidad épico-lírica, en consonancia con el modelo que habían fijado poetas como, por ejemplo, Rafael Alberti, con su poesía combativa, revolucionaria y surrealista. Y, también, influido, entre otros, por el poeta argentino Raúl González Muñón, amigo de Miguel, quien había escrito en 1935 su libro La rosa blindada (Homenaje a la insurrección de Asturias y otros poemas revolucionarios), hecho que pudo influir en la elaboración, entre otros textos, del drama hernandiano Los hijos de la piedra, centrado en la revolución de los mineros asturianos en octubre de 1934.
Para Miguel, la poesía es esencia del pueblo y tiene su origen, su raíz, en la tierra misma, y su destino es el pueblo. Así lo pone de manifiesto en la dedicatoria del libro, hecha a Vicente Aleixandre, cuando habla de que el cimiento de los poetas es la tierra y el destino es parar en las manos del pueblo. Y quienes “se atreven a deshonrar esa sangre, son los traidores asesinos del pueblo y la poesía”. Los poetas -escribe Miguel- “somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas”.
Ha llegado el momento del poeta soldado, del esposo soldado, que se deja arrastrar por los acontecimientos bélicos y carga su poesía de imágenes llenas de dureza, de elementos metálicos, de armas. Por consiguiente, la muerte aparece representada por un guerrero medieval “con herrumbrosas lanzas y en traje de cañón”. Además, la guerra hace que los claveles se transmuten en disparos, y los toros en fundiciones de hierro y de bronce.
Ahora es cuando la poesía impura de Neruda y de Aleixandre adquiere su plena corporeidad y cuando los poemas se llenan de imágenes surrealistas, cargadas de irrealidad y de elementos visionarios, con los que compone encendidos poemas de contenido elegíaco y social, en los que se aprecia un cierto optimismo, una cierta esperanza en la victoria.
Sólo así se podrá conseguir que triunfen los vientos del pueblo, los vientos de la libertad, representados por los campesinos, los obreros, los luchadores y, simbólicamente, por leones, toros o águilas; en definitiva, por una raza que se rebela contra los yugos que tratan de imponer gentes de mala hierba. Por el contrario, los únicos que se dejarán imponer el yugo serán los bueyes, los que carecen de los atributos propios del animal varonil, bravo y luchador.
Al mismo tiempo, lleva a cabo una renovación métrica, dando paso a la silva, la décima, la cuarteta, el soneto alejandrino, los romances, los serventesios de pie quebrado. Y, con estos metros, elabora 25 excelentes muestras de esa poesía profética -que decía él- encargada de “propagar emociones y avivar vidas”. Como lo hace con la “Elegía primera”, un texto inspirado por el asesinato de García Lorca y cargado de ese característico tono elegíaco de Miguel Hernández. O con la “Canción del esposo soldado”, en la que trata por todos los medios de sembrar una nueva vida, en medio de la destrucción, el caos y la muerte.
“Sentado sobre los muertos”, el poeta se reafirma una vez más en su firme convicción acerca de que él es alguien nacido de la pobreza para convertirse en “ruiseñor de las desdichas, eco de la mala suerte”. Son, por tanto, los vientos del pueblo, de cada uno de los pueblos patrios, los que han de servir para modular su voz poética, y sólo si cumple con su misión podría morirse con la cabeza muy alta. Como también lo pueden estar los jornaleros, los aceituneros, los campesinos, quienes con sus manos, herramientas del alma, y con su sudor se ganan, honrada y sacrificadamente, el pan para el sustento diario.
Como, sin duda alguna, ha de estarlo el protagonista del poema “El niño yuntero”. Un poema en el que Miguel Hernández describe el destino trágico de ese pobre niño, nacido para recibir golpes, para moverse entre estiércol de vacas, con un alma que, a pesar de ser niña, se encuentra ya vieja y encallecida. Un poema marcado por la tristeza, el dolor y la injusticia, aunque al final se deja abierta la puerta a la esperanza de que sean los mismos jornaleros los que se rebelen contra ese estado de cosas y pongan fin a esa mísera situación.
Y una especie de niño yuntero resulta ser su hijo Manuel Ramón, quien morirá el 19 de octubre de 1938, a los diez meses de edad, como consecuencia de una infección intestinal y de intensas diarreas. Una vez más, parece ser que el destino cruel se ha cebado con otro de los seres más débiles.
Pero el 4 de enero de 1939 nace su segundo hijo, Manuel Miguel, el cual devolverá la ilusión a un Miguel Hernández que ve cómo el conflicto bélico camina, día a día, por derroteros más amargos, llenos de derrotas y de muerte. Algo que se verá fielmente plasmado en su libro El hombre acecha, que estaba prácticamente concluido a comienzos de 1939.
Un libro que se abre con una “Canción primera” en la que aparece una contundente afirmación: “Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre”. En efecto, El hombre acecha es el resultado de una visión trágica, desalentada de la vida y de la muerte. Muertes sin sentido, violencia, crueldad y odio configuran los 19 poemas de este libro, escrito también en versos heptasílabos y octosílabos, aunque con un predominio de endecasílabos y alejandrinos.
Si en Viento del pueblo habíamos podido observar cómo la tristeza podía llegar a empañar algunas de sus poesías más sentidas y entrañables, en El hombre acecha el tono es mucho más pesimista y negativo. Porque el poeta ha podido comprobar, de primera mano, la realidad de aquel famoso aserto según el cual “el hombre es un lobo para el hombre”, o, como diría Gracián, “el hombre tiene la intención más torcida que los cuernos de un toro”.
El hombre combate contra el tiempo, y el tiempo va acabando con él. El hambre se va extendiendo y enseñoreando de todo; pero, como siempre, atacando duramente a los más pobres. Las cárceles, que constituyen un nuevo símbolo, van con sus fauces abiertas en busca de hombres y de pueblos enteros con los que satisfacer su apetito voraz e insaciable. Los trenes circulan llenos de sangre y van derramando piernas, brazos y ojos, al tiempo que siembran rastros de amargura.
Y, en medio de ese clima de muerte y podredumbre, Miguel invoca a los poetas: Aleixandre, Neruda, Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Machado, Juan Ramón o León Felipe. A ver si, entre todos, pueden hablar de aquello que siempre ha constituido el quehacer de los poetas: llevar a las gentes un mensaje lleno de locura amorosa, de fe en el ser humano, de unidad, de comprensión, de solidaridad y de justicia.
Tal vez así, se pueda hacer plena y definitiva realidad lo que el poeta desea para un inmediato futuro en la “Canción última” con la que se cierra el libro.
Partiendo de la situación actual, representada por esa casa que está pintada de pasiones y desgracias, las mismas que han impregnado desde siempre la vida del poeta, éste se atreve a expresar su confianza en que algún día pueda ver su casa sin llanto, sin dolor, con una mesa bien abastecida de alimentos y una cama confortable en la que descansar y dormir junto a la mujer amada.
Pero, lamentablemente, Miguel no pudo ver cumplidos sus deseos. La guerra concluye con la derrota republicana. El 4 de mayo de 1939, el poeta es detenido cuando se dirigía a la frontera portuguesa. Desde Huelva será conducido a la prisión de Torrijos, de la que sabe en libertad el 17 de septiembre. Y, al decidir regresar a Orihuela, él mismo contribuye decisivamente a escribir su sentencia de muerte. El día 29 es detenido en su pueblo natal y, desde ese momento, comienza un periplo carcelario que concluirá con su fallecimiento en Alicante, el 28 de marzo de 1942.
5.5. La cárcel y la muerte (1939-1942)
El que sería su último libro, Cancionero y romancero de ausencias, compuesto entre octubre de 1938 y septiembre de 1939, fue entregado por Miguel a su esposa en dicho mes de septiembre y permanecería inédito durante varios años.
Esta primera versión, en forma de cuaderno, es una especie de diario íntimo compuesto por 79 poemas en los que recoge, de forma muy intimista no exenta de cierta resignación, episodios de su vida como pueden ser, por citar algunos ejemplos, la muerte de su primer hijo, la alegría por el nacimiento del segundo, la dura separación de la esposa amada, los momentos finales de la guerra y las consecuencias de la derrota, incluida la condena a pena de muerte. Posteriormente, el poeta continuaría escribiendo algunos textos más hasta 1941, de manera que los editores llegaron a recoger unos ciento treinta poemas.
En este libro, en el que Miguel Hernández alcanza la expresión de su madurez poética, observamos cómo la metáfora se eleva hacia sus cotas más altas de perfección y de expresividad, no exenta de cierto sabor surrealista, y cómo el poeta prescinde de todo aquello que resulte superfluo o no sea absolutamente esencial. De ese modo, nos encontramos ante una poesía que busca, ante todo, la verdad humana y que se muestra casi desnuda de artificio –hasta suele elidir elementos gramaticales y signos gráficos-, como aquella poesía de inspiración juanramoniana, que hemos podido ver en sus primeros tiempos.
Una poesía, además, plasmada en poemas breves y versos cortos -algunos de ellos podrían ser considerados auténticas sentencias quintaesenciadas-, con metros más tradicionales, en forma de canciones, romances, romancillos y coplas, en la que son muy frecuentes los paralelismos, las correlaciones, las similicadencias, las reduplicaciones y los versos en forma de estribillos, con un claro predominio de la rima asonante, aunque en algunos poemas encontramos rima consonante (como es el caso, por ejemplo, del poema “No quiso ser”). Todo ello contribuye a dotar a sus poemas de cierta musicalidad y a situarla en evidente cercanía con esa poesía de inspiración neopopular que, en ocasiones, nos recuerda a su admirado Federico García Lorca.
No obstante, incluye en el libro algunos poemas de arte mayor, en su mayor parte compuestos en serventesios alejandrinos, como se puede ver en “Vida solar”, “A mi hijo”, “Ascensión de la escoba” y en el tríptico titulado “Hijo de la luz y de la sombra”. Además, aparece algún poema escrito en cuartetos alejandrinos -“Sonreír con la alegre tristeza del olivo”-, y algún otro en verso blanco y con un verso de pie quebrado, como “Orillas de tu vientre”.
En cuanto a los diversos asuntos tratados por el poeta, nos parece interesante destacar aquellos que están referidos al ámbito familiar: los besos a la mujer amada; la ausencia y la distancia -que acrecientan aún más las tres famosas heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida-; el vientre de la amada; la muerte de su primer hijo; el nacimiento del segundo; la guerra; la cárcel, o el hambre. Y, en cuanto a los temas tratados, hay que apuntar que, junto a los ya habituales en su poesía anterior, cobran especial protagonismo las aves, el olivo, la higuera, el mar, la tierra y el ataúd.
Todos estos temas dotan a sus poemas de una verdadera voz propia, muy intimista, gracias a la cual el poeta se aparta de muchas de las influencias literarias recibidas hasta el momento, para adentrarse en la búsqueda de sus raíces personales, en lo más íntimo de sí mismo. Así parece indicarlo la nota que escribió en la tapa del cuaderno entregado a su esposa: “Para uso del niño Miguel Hernández”.
Como ejemplo de esta poesía del Cancionero y romancero de ausencias, podemos fijarnos en el poema titulado “A mi hijo”, en el que el padre establece una especie de emotivo soliloquio ante el cadáver del hijo, que ha muerto con los ojos abiertos, mirando cara a cara a la muerte, como mueren los valientes. Y, en tal sentido, conviene añadir que, curiosamente, también Miguel Hernández murió con los ojos abiertos.
El entierro del hijo -la devolución de su cuerpo a la remota sombra que se lo traga y lo lleva hasta lo más hondo- se lleva a cabo en un día oscuro, lluvioso, húmedo y sin sol. Esto es así porque, durante los diez meses que ha vivido Manuel Ramón, éste ha sido un sol radiante, esplendoroso. Ahora es un sol muerto, anochecido, eclipsado.
A pesar del dolor y el desconsuelo, el poeta vuelve los ojos hacia la madre arrinconada y le dice que abra los ojos, que la vida continúa, pues hay otro hijo para cuyos ojos todavía existe la luz de la alborada. Y también hay luz para los ojos de la esposa, aunque su vientre es semejante a una estéril noche desolada.
Para quien casi no quedaba luz era para el propio Miguel Hernández, cuya muerte supuso una nueva pérdida para la amada esposa y, también, para la poesía española. Aunque, afortunadamente, después de casi cien años de su nacimiento, su poesía resplandece como un día lo hicieran los ojos de ese hijo muerto y los suyos propios.
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